17 de Julio de 1936
Juan Mari llevaba casi cuatro días sin pegar ojo, pegado durante toda la noche al transistor de la sede del sindicato, y con él al menos una decena de sus compañeros. Desde que se cargaron a ese cabrón fascista de Calvo Sotelo la tensión que imperaba desde Febrero se había multiplicado. Parecía que la Revolución era inminente. Los militares llevaban amenazando con sublevarse desde que las izquierdas ganaron las elecciones, y el gobierno parecía no hacer nada al respecto, de modo que la responsabilidad de defenderse y defender la Revolución recaería sobre las organizaciones obreras. Y esta vez estarían preparados, no como en el 34. Los escrúpulos de entonces habrían de dejarse a un lado, y habría que luchar por la Revolución con todas las fuerzas disponibles. Era ahora o nunca. Muchos en el sindicato opinaban que lo de las armas era un asunto turbio, pero Juan Mari no lo veía así, sino como una cuestión de supervivencia. Él mismo había sido el promotor de la idea de adquirir una cierta cantidad de armas de fuego con los fondos de la CNT para los días que estaban por venir. Por supuesto, nada constaría en ningún papel. Esta vez tendrían que andar con pies de plomo. En los últimos días había conocido a un asturiano que había estado en la Revolución de Octubre dándose de tiros contra la Legión y los moros que el gobierno de derechas había mandado para sofocar los focos rebeldes. Un tipo con experiencia, ese tal Pelayo Fierro. También era miembro del sindicato, y andaba vagando por Madrid sin un duro desde que le echaron de la cárcel. Juan Mari hizo lo posible por ayudarle. Ahora el momento en que el asturiano podría devolverle el favor se acercaba vertiginosamente.
Estando en estas cavilaciones, se abrió la puerta de la sala de juntas con un golpe que hizo dar un respingo a los presentes. Era Martín, uno de los secretarios del sindicato:
“¡Compañeros! ¡El momento que temíamos y esperábamos ha llegado! ¡Hace unas horas las tropas del Protectorado se han alzado en armas contra la República! ¡El pueblo está en las calles pidiendo armas!”
Si las prisas se lo hubiesen permitido, Juan Mari habría descorchado una botella de cava y brindado. Esos estúpidos militares les darían la excusa para hacer la Revolución.
Juan Mari llevaba casi cuatro días sin pegar ojo, pegado durante toda la noche al transistor de la sede del sindicato, y con él al menos una decena de sus compañeros. Desde que se cargaron a ese cabrón fascista de Calvo Sotelo la tensión que imperaba desde Febrero se había multiplicado. Parecía que la Revolución era inminente. Los militares llevaban amenazando con sublevarse desde que las izquierdas ganaron las elecciones, y el gobierno parecía no hacer nada al respecto, de modo que la responsabilidad de defenderse y defender la Revolución recaería sobre las organizaciones obreras. Y esta vez estarían preparados, no como en el 34. Los escrúpulos de entonces habrían de dejarse a un lado, y habría que luchar por la Revolución con todas las fuerzas disponibles. Era ahora o nunca. Muchos en el sindicato opinaban que lo de las armas era un asunto turbio, pero Juan Mari no lo veía así, sino como una cuestión de supervivencia. Él mismo había sido el promotor de la idea de adquirir una cierta cantidad de armas de fuego con los fondos de la CNT para los días que estaban por venir. Por supuesto, nada constaría en ningún papel. Esta vez tendrían que andar con pies de plomo. En los últimos días había conocido a un asturiano que había estado en la Revolución de Octubre dándose de tiros contra la Legión y los moros que el gobierno de derechas había mandado para sofocar los focos rebeldes. Un tipo con experiencia, ese tal Pelayo Fierro. También era miembro del sindicato, y andaba vagando por Madrid sin un duro desde que le echaron de la cárcel. Juan Mari hizo lo posible por ayudarle. Ahora el momento en que el asturiano podría devolverle el favor se acercaba vertiginosamente.
Estando en estas cavilaciones, se abrió la puerta de la sala de juntas con un golpe que hizo dar un respingo a los presentes. Era Martín, uno de los secretarios del sindicato:
“¡Compañeros! ¡El momento que temíamos y esperábamos ha llegado! ¡Hace unas horas las tropas del Protectorado se han alzado en armas contra la República! ¡El pueblo está en las calles pidiendo armas!”
Si las prisas se lo hubiesen permitido, Juan Mari habría descorchado una botella de cava y brindado. Esos estúpidos militares les darían la excusa para hacer la Revolución.
1 comment:
El transistor no se inventó hasta 1947 y fúé utilizado en radios años despues, por la capacidad de sustituir valvulas y su reducido tamaño. Así que Juan Mari no puede oir ningún transistor. En todo caso oia la radio
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