Tuesday, August 15, 2006

Prólogo: Pelayo Fierro, minero asturiano


17 de Julio de 1936

Pelayo Fierro apuró su sidra con un gesto grave pero resignado. Las cosas no pintaban nada bien. Desde que había salido de la cárcel con la amnistía de Febrero no había levantado cabeza. Necesitaba dinero imperiosamente, para pagar de una maldita vez las multas y comprar el billete para su Asturias natal. Los del sindicato le habían ayudado bastante, pagándole una pensión en la Calle Princesa, sobre todo aquel zagal, Juan Mari, por quien sentía cierta simpatía por ser de padres asturianos. Pero aún así no podían darle un trabajo decente, y hasta que no lo encontrase, se pudriría en Madrid hasta quién sabe cuándo. Por si fuera poco, los rumores de golpe de estado eran cada vez mas insistentes, y en el sindicato andaban más que preocupados. Aunque, pensándolo en frío, tal vez no fuese tan grave. En caso de sublevación se abrirían nuevas puertas para hacer la Revolución. Ahora no les tomarían desprevenidos como en el 34. Ahora iba a ser distinto. Tenía que serlo.

Pero, de cualquier modo, hacer la Revolución en Madrid no le hacía ninguna gracia. Le agobiaban las grandes ciudades. Ojalá el golpe cayese un par de meses después al menos, esa era su esperanza, aunque sabía que sería difícil verla cumplida. El sindicato se estaba armando, eso era evidente. Pelayo callaba, pero veía y comprendía muchas cosas, aunque en ocasiones le trataran como un ignorante pueblerino. Había visto descargar pesadas cajas de los maleteros de los coches del sindicato, y podía reconocer el olor de la pólvora a kilómetros. Prácticamente la había mamado desde pequeño. Y ese tal Juan Mari, que tan amable se había mostrado con él, andaba involucrado en esos asuntos.

Mientras seguía dando cuenta de la sidra que le fiaba Mingo, el dueño de la tasca, se preguntó por qué quería realmente la Revolución, si por justicia y repartición o simplemente para vengarse de esos salvajes que habían mutilado y asesinado a los asturianos y violado a sus mujeres en el 34. Octubre del 34 lo había cambiado todo, el idealismo había pasado a un segundo plano. La cuestión ahora era personal. En estas estaba cuando reparó en que la tasca había quedado sumida en el silencio, y sólo se oía la voz del locutor en el transistor:

“… repetimos: los conatos de rebelión se han circunscrito únicamente al Protectorado. Nadie, repetimos, nadie, se ha sumado en la Península al tan despreciable iniciativa. Permanezcan a la escucha.”

Y después el silencio, y música clásica, que se prolongaría inquietantemente durante muchas, demasiadas horas.

Pelayo casi se sintió aliviado de que el momento hubiese llegado.

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