Pelayo, el asturiano, trepaba con una agilidad asombrosa para su volumen por los balcones de una de las casas. Intentaba apagar el repiqueteo de las botellas de gasolina que pendían de su cinto apretándolas contra su cuerpo. Con el naranjero en bandolera, se colgó de un salto del alféizar y subió a pulso al alero. Tenía una cuenta pendiente con los artilleros fascistas. En unos instantes desapareció de la vista de Peláez, perdiéndose entre los rojos tejados.
Ya tenían ante ellos la gran mole de la iglesia. Se trataba de una rústica construcción del barroco, de anchas paredes y formas rigurosas, rematada por un robusto campanario cerrado por una cúpula. En lo alto, ondeaba lánguidamente, moviéndose por la cálida brisa, la meta de la misión: la bandera fascista, atada rudimentariamente al crucifijo. Mientras Peláez observaba todo esto, Paolo, por su parte, ordenaba a un pequeño grupo rodear la iglesia mientras el núcleo de los soldados corría hacia la puerta oeste. En una carrera se plantaron frente a una gruesa puerta reforzada con hierro. San Rafael la pateó varias veces sin tener éxito. Acuchilló la cerradura con su bayoneta, pero la vieja puerta no se abría. Damián le apartó de un empujón y comenzó a intentar forzar el cierre con toda su sangre fría. En éstas estaban cuando del otro lado de la iglesia comenzó a oírse un intenso tiroteo. El grupo enviado a rodearla las estaba pasando canutas. Tras un par de intentos, el cerrojo cedió. Damián, por medio de gestos, ordenó a Peláez y un par de compañeros que entraran. Los soldados prepararon sus máuseres e irrumpieron en la iglesia, gritando. Peláez sintió una bofetada de calor. La nave principal de la iglesia estaba incendiándose a causa del bombardeo de la aviación. Un enorme cráter crepitaba unos metros por delante de la entrada. El suelo estaba sembrado de cadáveres de falangistas, con las camisas azules ennegrecidas por la sangre y el hollín. Peláez apuntó espasmódicamente el fusil en busca de enemigos: nadie en el altar, nadie en la entrada… en un instante, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, pudo ver al enemigo: dos falangistas que les apuntaban parapetados tras unos bancos, frente al cráter humeante. Los republicanos vaciaron sus cargadores sobre ellos, eliminándolos. Peláez contempló con horror cómo uno de los falangistas, herido de muerte, emitía un desgarrador grito al caer de espaldas sobre los rescoldos ardientes.
El resto del pelotón entró en la iglesia, e inmediatamente se dispersó para reconocerla y organizar la defensa. Alcázar, Martínez, el comisario político, Damián, Carlos, el italiano y otros se abalanzaron sobre la escalera que conducía al campanario. Peláez les siguió, acompañado por Baltasarín, un jovial camarada que había conocido en Albacete, cuyo padre era relojero de profesión. Peláez se alegró de dejar atrás la asfixiante estancia principal, ascendiendo por la estrecha escalera de caracol, cada vez mas cerca del objetivo. De pronto, oyó un estampido que venía de la parte de arriba, amplificado por la concavidad del campanario. Y, tras el tiroteo, gritos, golpes. Sus compañeros estaban en peligro. La angostura de la escalera hizo que los soldados se obstruyeran unos a otros, y cuando por fin Peláez pudo llegar al lugar de los combates, todo había ya acabado. La escena era terrible. La sangre goteaba escaleras abajo. En el suelo, dos cadáveres rodeados de decenas de casquillos. Erguido, junto a ellos, el cabo San Rafael, ensangrentado de los pies a la cabeza, con un cuchillo en la mano, como si de un matarife se tratara. Los demás no parecían preocuparse demasiado: la pareja de Guardias de Asalto emplazaba su fusil ametrallador en la ventana oeste, mientras un cabo pedía voluntarios para ascender a sustituir la bandera rebelde por la leal. El italiano se ofreció, pero al asomarse y comprobar cómo abundaba el plomo, chaqueteó como un cobarde. El comisario desenfundó el arma y hubo unos instantes de tensión. Damián, tratando de impedir el desastre, ordenó al propio comisario que cumpliese él con la misión. El orgulloso personaje se encogió de hombros, y prendiéndose la bandera del cinto, se dispuso a salir. El cabo San Rafael tuvo la idea de atar a la cintura del comisario la cuerda de la campana, para reducir los riesgos. Todos fueron a sus puestos, para cubrir en la medida de lo posible con el fuego de sus armas al camarada comisario. Éste contuvo el aliento, se escupió en las manos, y se deslizó hacia el exterior rápidamente, con la bayoneta entre los dientes. Comenzó el tiroteo. Peláez contemplaba atónito la puntería del cabo Damián. Quizá fuesen ciertos los rumores de que había desertado del Tercio.
Oteó las callejas buscando a los camaradas que habían quedado desperdigados, aislados del pelotón, pero no encontró mas que cadáveres. Probablemente estuviesen ya muertos. El pueblo era un hervidero de camisas azules, tomando posiciones para asaltar el campanario y acabar con los intrusos. Peláez podía ver varias columnas de humo elevándose desde varios puntos. Apuntó y disparó varias veces contra los falangistas parapetados en recodos y portales. Probablemente se llevó a alguno por delante, pero cualquiera sabía. Entre los estallidos pudo oír la voz exultante del comisario: ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército del Pueblo! ¡Abajo los fascistas! Peláez se sintió confortado, parecía que la misión se había cumplido. Pero su emoción no duró mucho. Martínez, prismáticos en mano, gritaba: -¡Artillería! ¡Los fascistas nos están apuntando!-. Peláez pudo ver con sus propios ojos cómo la boca de una pieza antitanque les apuntaba directamente. El cañón abrió fuego. Todo el campanario tembló, cayendo escombros desde la cúpula sobre los combatientes. El comisario vio ahogados sus gritos de júbilo por la metralla que le atravesó el pecho. Al caer desde la cúpula, el peso muerto hizo tañer a la robusta campana de bronce en lo que parecía ser la hora del juicio para los combatientes republicanos.
Pero, al fin, cuando la muerte sobrevolaba a los supervivientes, llegó el Teniente Bueno con el pelotón penal, atacando la retaguardia de la artillería fascista. Se habían logrado arrastrar hasta situarse a escasos metros de las posiciones rebeldes aprovechando la confusión organizada por los hombres de Paredes. Y, tras ellos, al ver la tricolor ondeando en el pueblo, los tanques y los aguerridos hombres de la 11 Brigada de Líster, cargando por los llanos. Brunete caería en pocas horas.
Ya tenían ante ellos la gran mole de la iglesia. Se trataba de una rústica construcción del barroco, de anchas paredes y formas rigurosas, rematada por un robusto campanario cerrado por una cúpula. En lo alto, ondeaba lánguidamente, moviéndose por la cálida brisa, la meta de la misión: la bandera fascista, atada rudimentariamente al crucifijo. Mientras Peláez observaba todo esto, Paolo, por su parte, ordenaba a un pequeño grupo rodear la iglesia mientras el núcleo de los soldados corría hacia la puerta oeste. En una carrera se plantaron frente a una gruesa puerta reforzada con hierro. San Rafael la pateó varias veces sin tener éxito. Acuchilló la cerradura con su bayoneta, pero la vieja puerta no se abría. Damián le apartó de un empujón y comenzó a intentar forzar el cierre con toda su sangre fría. En éstas estaban cuando del otro lado de la iglesia comenzó a oírse un intenso tiroteo. El grupo enviado a rodearla las estaba pasando canutas. Tras un par de intentos, el cerrojo cedió. Damián, por medio de gestos, ordenó a Peláez y un par de compañeros que entraran. Los soldados prepararon sus máuseres e irrumpieron en la iglesia, gritando. Peláez sintió una bofetada de calor. La nave principal de la iglesia estaba incendiándose a causa del bombardeo de la aviación. Un enorme cráter crepitaba unos metros por delante de la entrada. El suelo estaba sembrado de cadáveres de falangistas, con las camisas azules ennegrecidas por la sangre y el hollín. Peláez apuntó espasmódicamente el fusil en busca de enemigos: nadie en el altar, nadie en la entrada… en un instante, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, pudo ver al enemigo: dos falangistas que les apuntaban parapetados tras unos bancos, frente al cráter humeante. Los republicanos vaciaron sus cargadores sobre ellos, eliminándolos. Peláez contempló con horror cómo uno de los falangistas, herido de muerte, emitía un desgarrador grito al caer de espaldas sobre los rescoldos ardientes.
El resto del pelotón entró en la iglesia, e inmediatamente se dispersó para reconocerla y organizar la defensa. Alcázar, Martínez, el comisario político, Damián, Carlos, el italiano y otros se abalanzaron sobre la escalera que conducía al campanario. Peláez les siguió, acompañado por Baltasarín, un jovial camarada que había conocido en Albacete, cuyo padre era relojero de profesión. Peláez se alegró de dejar atrás la asfixiante estancia principal, ascendiendo por la estrecha escalera de caracol, cada vez mas cerca del objetivo. De pronto, oyó un estampido que venía de la parte de arriba, amplificado por la concavidad del campanario. Y, tras el tiroteo, gritos, golpes. Sus compañeros estaban en peligro. La angostura de la escalera hizo que los soldados se obstruyeran unos a otros, y cuando por fin Peláez pudo llegar al lugar de los combates, todo había ya acabado. La escena era terrible. La sangre goteaba escaleras abajo. En el suelo, dos cadáveres rodeados de decenas de casquillos. Erguido, junto a ellos, el cabo San Rafael, ensangrentado de los pies a la cabeza, con un cuchillo en la mano, como si de un matarife se tratara. Los demás no parecían preocuparse demasiado: la pareja de Guardias de Asalto emplazaba su fusil ametrallador en la ventana oeste, mientras un cabo pedía voluntarios para ascender a sustituir la bandera rebelde por la leal. El italiano se ofreció, pero al asomarse y comprobar cómo abundaba el plomo, chaqueteó como un cobarde. El comisario desenfundó el arma y hubo unos instantes de tensión. Damián, tratando de impedir el desastre, ordenó al propio comisario que cumpliese él con la misión. El orgulloso personaje se encogió de hombros, y prendiéndose la bandera del cinto, se dispuso a salir. El cabo San Rafael tuvo la idea de atar a la cintura del comisario la cuerda de la campana, para reducir los riesgos. Todos fueron a sus puestos, para cubrir en la medida de lo posible con el fuego de sus armas al camarada comisario. Éste contuvo el aliento, se escupió en las manos, y se deslizó hacia el exterior rápidamente, con la bayoneta entre los dientes. Comenzó el tiroteo. Peláez contemplaba atónito la puntería del cabo Damián. Quizá fuesen ciertos los rumores de que había desertado del Tercio.
Oteó las callejas buscando a los camaradas que habían quedado desperdigados, aislados del pelotón, pero no encontró mas que cadáveres. Probablemente estuviesen ya muertos. El pueblo era un hervidero de camisas azules, tomando posiciones para asaltar el campanario y acabar con los intrusos. Peláez podía ver varias columnas de humo elevándose desde varios puntos. Apuntó y disparó varias veces contra los falangistas parapetados en recodos y portales. Probablemente se llevó a alguno por delante, pero cualquiera sabía. Entre los estallidos pudo oír la voz exultante del comisario: ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército del Pueblo! ¡Abajo los fascistas! Peláez se sintió confortado, parecía que la misión se había cumplido. Pero su emoción no duró mucho. Martínez, prismáticos en mano, gritaba: -¡Artillería! ¡Los fascistas nos están apuntando!-. Peláez pudo ver con sus propios ojos cómo la boca de una pieza antitanque les apuntaba directamente. El cañón abrió fuego. Todo el campanario tembló, cayendo escombros desde la cúpula sobre los combatientes. El comisario vio ahogados sus gritos de júbilo por la metralla que le atravesó el pecho. Al caer desde la cúpula, el peso muerto hizo tañer a la robusta campana de bronce en lo que parecía ser la hora del juicio para los combatientes republicanos.
Pero, al fin, cuando la muerte sobrevolaba a los supervivientes, llegó el Teniente Bueno con el pelotón penal, atacando la retaguardia de la artillería fascista. Se habían logrado arrastrar hasta situarse a escasos metros de las posiciones rebeldes aprovechando la confusión organizada por los hombres de Paredes. Y, tras ellos, al ver la tricolor ondeando en el pueblo, los tanques y los aguerridos hombres de la 11 Brigada de Líster, cargando por los llanos. Brunete caería en pocas horas.
4 comments:
te ha faltado lo de:
¡¡¡ALA PA`BAJO!!!
XD
Gracias, oh, Josejuán, por tus floridos comentarios y por tus cumplidos. Se agradece leerlos. Con respecto a la caída libre... Peláez llegó demasiado tarde para verlo, y lo he hecho como a través de su punto de vista. Angelico, ya verá el estropicio al bajar.
es verdad, falta ese detalle
Este blog está cada vez más interesante. Aunque protesto publicamente sobre el cobardismo de mi personaje. ¡Con lo bueno y majo que es él!
Alvaro
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