¡Venga, venga! ¡Que nadie se pare!- gritaba el cabo Carvajero a un lado de la hoguera que obstruía parcialmente la calle. Peláez la sobrepasó con el cuerpo de Paredes a cuestas, ayudado por otro camarada. El terrible, asfixiante calor, le hacía respirar con dificultad. El mismo aire, polvoriento, impregnado de humo y gasolina, era casi irrespirable en la estrecha callejuela. Pero Peláez sacó fuerzas de flaqueza cuando pudo ver, cada vez más cerca, su objetivo: la maciza torre del campanario. Un momento… ¿qué brillaba allá en lo alto? Una ráfaga de ametralladora respondió a sus dudas. Instintivamente se puso a cubierto en un portal, al igual que sus compañeros de más adelante.
Peláez buscó con la vista al italiano. En los cuarteles se había comentado que tenía una puntería excepcional. Ahí estaba, apretado contra la blanca pared, apuntando con serenidad el máuser. Un disparo. Le oyó chasquear la lengua. Demasiada distancia. Acerrojó el arma y volvió a disparar. Diana. Levantó el pulgar mirando a su jefe y amigo, el cabo San Rafael, quien dio orden de avanzar. Pero a los pocos metros, justo antes de atravesar la calle que cruzaba el pueblo, el pelotón se paró en seco. ¡Tienen un cañón!- gritó alguien. Qué cabronada. Un cañón a la vuelta de la esquina. Peláez pudo oir, apagadas por el murmullo general, las voces del artillero fascista: -Ángulo rasante, ¡Apunten! -. Los cabos se intercambiaron una rápida mirada. Privados de su superior, se sentían inseguros ante la nueva amenaza. Una voz con acento norteño interrumpió las cavilaciones: -Igual non están faciendo mas que práticas…- sentenció Pelayo. Algunos soldados se rieron pese a la gravedad del momento. -¡Qué coño prácticas!- Respondió San Rafael. – A ver, nos dividimos en dos grupos, y cuando yo de la orden, sale el primero, y, cuando hayan soltado el pepinazo, el segundo corre como si le persiguiera el mismo diablo, ¿entendido? Sin darles tiempo a que recarguen- Los hombres asintieron en silencio.
Peláez agarró con fuerza las piernas de Paredes y lo apretó contra su espalda. Gemía, semiinconsciente. -¡Pues no te queda nada, camarada!-, pensó el soldado para sí. Estaba aterrorizado. Le había tocado cerrar el segundo grupo. San Rafael dio la orden, un tajante “adelante”, y sus hombres emprendieron la carrera. ¡Fuego!, desde las líneas rebeldes, y el consiguiente estampido. Peláez ya no oyó más, sólo ese persistente pitido que seguía a las explosiones, acompañado de la cada vez mas familiar desorientación e ignorancia del peligro, que los poetas solían confundir con el valor. Peláez se encontró a sí mismo corriendo, atravesando una nube de humo y pisando los cuerpos de sus camaradas caídos. Al instante, cuando estaba a punto de alcanzar la protectora esquina, otra explosión. La onda expansiva arrojó al joven por los aires, cayendo unos metros mas allá, de bruces. Peláez se miró. ¡Estaba ileso! Tanteó el cuerpo de Paredes para comprobar que tampoco había sufrido daños. Parece que éste era su día de suerte, pensó al ver los cuerpos mutilados de los camaradas que quedaban en el cruce. Ahora no quedaba más que la última carrera.
Peláez buscó con la vista al italiano. En los cuarteles se había comentado que tenía una puntería excepcional. Ahí estaba, apretado contra la blanca pared, apuntando con serenidad el máuser. Un disparo. Le oyó chasquear la lengua. Demasiada distancia. Acerrojó el arma y volvió a disparar. Diana. Levantó el pulgar mirando a su jefe y amigo, el cabo San Rafael, quien dio orden de avanzar. Pero a los pocos metros, justo antes de atravesar la calle que cruzaba el pueblo, el pelotón se paró en seco. ¡Tienen un cañón!- gritó alguien. Qué cabronada. Un cañón a la vuelta de la esquina. Peláez pudo oir, apagadas por el murmullo general, las voces del artillero fascista: -Ángulo rasante, ¡Apunten! -. Los cabos se intercambiaron una rápida mirada. Privados de su superior, se sentían inseguros ante la nueva amenaza. Una voz con acento norteño interrumpió las cavilaciones: -Igual non están faciendo mas que práticas…- sentenció Pelayo. Algunos soldados se rieron pese a la gravedad del momento. -¡Qué coño prácticas!- Respondió San Rafael. – A ver, nos dividimos en dos grupos, y cuando yo de la orden, sale el primero, y, cuando hayan soltado el pepinazo, el segundo corre como si le persiguiera el mismo diablo, ¿entendido? Sin darles tiempo a que recarguen- Los hombres asintieron en silencio.
Peláez agarró con fuerza las piernas de Paredes y lo apretó contra su espalda. Gemía, semiinconsciente. -¡Pues no te queda nada, camarada!-, pensó el soldado para sí. Estaba aterrorizado. Le había tocado cerrar el segundo grupo. San Rafael dio la orden, un tajante “adelante”, y sus hombres emprendieron la carrera. ¡Fuego!, desde las líneas rebeldes, y el consiguiente estampido. Peláez ya no oyó más, sólo ese persistente pitido que seguía a las explosiones, acompañado de la cada vez mas familiar desorientación e ignorancia del peligro, que los poetas solían confundir con el valor. Peláez se encontró a sí mismo corriendo, atravesando una nube de humo y pisando los cuerpos de sus camaradas caídos. Al instante, cuando estaba a punto de alcanzar la protectora esquina, otra explosión. La onda expansiva arrojó al joven por los aires, cayendo unos metros mas allá, de bruces. Peláez se miró. ¡Estaba ileso! Tanteó el cuerpo de Paredes para comprobar que tampoco había sufrido daños. Parece que éste era su día de suerte, pensó al ver los cuerpos mutilados de los camaradas que quedaban en el cruce. Ahora no quedaba más que la última carrera.
Continuará...
1 comment:
Igual non están faciendo mas que práticas…- sentenció Pelayo
Menuda frase..pasara a los anales de los recios. xD
Aunque jugué la partida me gusta leer esto.
Por cierto muy currado el banner.
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