Friday, December 29, 2006

Victoria


¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena,
rompeolas de todas las Españas!
La tierra se desgarra, el cielo truena,
tú sonríes con plomo en las entrañas.

Antonio Machado


Blancos como la cal del polvo levantado por la explosión de la mina y el posterior derrumbe de parte de la Facultad de Odontología, erguidos unos, encorvados bajo el dolor y la fatiga otros, sangrando casi todos por sus heridas de guerra, vestidos con harapos. Componían una estampa nada heroica, pero eran éstos los hombres (y mujeres) que habían salvado Madrid. La negra bota fascista había intentado aplastar a los hijos del pueblo con todas sus fuerzas, pero no había conseguido más que enfurecerlos más. El milagro estaba ante sus ojos. Madrid, como un noble animal herido, había reculado, pero había conseguido sacar fuerzas de flaqueza.

Franco se desquiciaba en su cuartel general mientras todo parecía ponérsele en contra. Lo mejor de sus fuerzas, atascado a las puertas del triunfo, enredado en un atolladero frente a simples milicianos que habían decidido plantar cara, embriagados por una determinación fatalista, pero también por un espíritu de resistencia feroz. Los corderos que habían huido y perecido durante las desastrosas retiradas del verano se habían tornado leones, que con furia rugían a los fascistas: ¡No pasarán!

Y no pasaron.

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