Pudieron matarle como a un traidor pero no han podido impedir que se le haga el funeral de un héroe. Aún ahora, mientras estoy de guardia, con los dedos entumeciéndoseme de frío mientras escribo, puedo oírlos. Hasta aquí me llegan sus salvajes cánticos. Cuando Alcázar volvió del puesto de mando de la 46 División y nos dio la noticia, todos enmudecieron. Quizá esperasen algún extraño milagro, un indulto de última hora, o una huída del indómito asturiano. Sin emargo en el Teruel sitiado no ocurren milagros. Dios está con los fascistas, como dicen por ahí. Pero contaré los hechos tal y como ocurrieron:
Debían ser mas de las seis de la tarde, con el mortecino crepúsculo invernal extinguiéndose entre el humo de los rescoldos que arden por todas partes cuando el brigada Paredes llegó a los sótanos. Agarró a Pelayo del brazo y le susurró algo al oído. Sus esperanzas de que la conversación fuese un secreto se disiparon con los gritos del dinamitero: ¡Yo non fuyo comun cubarde! gritó, levantándose de un respingo. Si su destino era morir por balas republicanas quería afrontarlo como un hombre. Los camaradas nos quedamos sin saber qué decir, pero Pelayo no perdía el tiempo. Le tendió el naranjero a Valeriano junto con un sobre cerrado manchado de hollín. Se caló la boina, se anudó la bufanda y se dispuso a subir las escaleras. Cuando iba a atravesar el umbral el brigada Paredes, amigo del asturiano desde antes del comienzo de la guerra, le llamó por su nombre: -¡Pelayo!- dijo.- Ha sido un honor servir contigo. El duro montañés ni siquiera respondió. Devolvió la mirada a Paredes y desapareció entre las sombras.
Cuando Alcázar nos contó que la pena se había cumplido ocurrió algo maravilloso. Una expresión colectiva, espontánea de afecto hacia el valiente minero. Nadie iba a impedir a los Recios darle el último adiós a su camarada más osado, ni las bombas fascistas ni los restos de la 46 que se retiraban ya de la ciudad. Dejando el frente con la mínima vigilancia necesaria, marchamos hacia la Plaza del Torico, engullendo las últimas reservas de alcohol que nos quedaban. Nadie osó oponérsenos cuando entramos en el patio interior que había servido como paredón. Alguien desencajó una puerta de madera y, a modo de camilla, tumbamos el cuerpo sin vida de Pelayo encima. En ese momento me pude fijar en el rostro ceniciento del minero. Por fin parecía sereno, después de tantas privaciones y dolores. Eso me dijo que había muerto con dignidad, con orgullo.
La noche había caído ya sobre la ciudad cuando atravesamos las calles en ruinas, alumbrando el camino con lámparas de aceite y antorchas improvisadas, como si de un ritual pagano se tratase. El alcohol y la rabia nos hacía inmunes al miedo de las bombas fascistas, que intermitentemente estallaban en algún punto no muy lejano. Cantábamos nuestros himnos como un desafío. Apuesto que las voces roncas, desentonadas, llegaron hasta las filas rebeldes, y apuesto también que a mas de uno se le helaría la sangre al escucharlas. Colocamos el cuerpo del héroe caído en una pira, en mitad de la calle, y le acercamos la lumbre. Los cánticos se intensificaron. Cantábamos, mas bien gritábamos, abrazados, fuera de toda mesura.
Aunque la noche es fría, aún siento el calor del aguardiente corriendo por el pecho. Tengo el ánimo optimista, como el resto de los muchachos. Después de todo el horror parece que ésto ha dado moral de combate. Mañana se luchará duramente.
Del diario de Roque Morales, comisario político
Debían ser mas de las seis de la tarde, con el mortecino crepúsculo invernal extinguiéndose entre el humo de los rescoldos que arden por todas partes cuando el brigada Paredes llegó a los sótanos. Agarró a Pelayo del brazo y le susurró algo al oído. Sus esperanzas de que la conversación fuese un secreto se disiparon con los gritos del dinamitero: ¡Yo non fuyo comun cubarde! gritó, levantándose de un respingo. Si su destino era morir por balas republicanas quería afrontarlo como un hombre. Los camaradas nos quedamos sin saber qué decir, pero Pelayo no perdía el tiempo. Le tendió el naranjero a Valeriano junto con un sobre cerrado manchado de hollín. Se caló la boina, se anudó la bufanda y se dispuso a subir las escaleras. Cuando iba a atravesar el umbral el brigada Paredes, amigo del asturiano desde antes del comienzo de la guerra, le llamó por su nombre: -¡Pelayo!- dijo.- Ha sido un honor servir contigo. El duro montañés ni siquiera respondió. Devolvió la mirada a Paredes y desapareció entre las sombras.
Cuando Alcázar nos contó que la pena se había cumplido ocurrió algo maravilloso. Una expresión colectiva, espontánea de afecto hacia el valiente minero. Nadie iba a impedir a los Recios darle el último adiós a su camarada más osado, ni las bombas fascistas ni los restos de la 46 que se retiraban ya de la ciudad. Dejando el frente con la mínima vigilancia necesaria, marchamos hacia la Plaza del Torico, engullendo las últimas reservas de alcohol que nos quedaban. Nadie osó oponérsenos cuando entramos en el patio interior que había servido como paredón. Alguien desencajó una puerta de madera y, a modo de camilla, tumbamos el cuerpo sin vida de Pelayo encima. En ese momento me pude fijar en el rostro ceniciento del minero. Por fin parecía sereno, después de tantas privaciones y dolores. Eso me dijo que había muerto con dignidad, con orgullo.
La noche había caído ya sobre la ciudad cuando atravesamos las calles en ruinas, alumbrando el camino con lámparas de aceite y antorchas improvisadas, como si de un ritual pagano se tratase. El alcohol y la rabia nos hacía inmunes al miedo de las bombas fascistas, que intermitentemente estallaban en algún punto no muy lejano. Cantábamos nuestros himnos como un desafío. Apuesto que las voces roncas, desentonadas, llegaron hasta las filas rebeldes, y apuesto también que a mas de uno se le helaría la sangre al escucharlas. Colocamos el cuerpo del héroe caído en una pira, en mitad de la calle, y le acercamos la lumbre. Los cánticos se intensificaron. Cantábamos, mas bien gritábamos, abrazados, fuera de toda mesura.
Aunque la noche es fría, aún siento el calor del aguardiente corriendo por el pecho. Tengo el ánimo optimista, como el resto de los muchachos. Después de todo el horror parece que ésto ha dado moral de combate. Mañana se luchará duramente.
Del diario de Roque Morales, comisario político
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