El cielo tronaba en la última noche del mayor San Rafael en España. Pero no se trataba de una tormenta de primavera. No. Era el fuego antiaéreo lo que hacía iluminarse el horizonte. Las deflagraciones hacían que extrañas sombras se proyectasen en su rostro. Su asistente le decía algo, pero él estaba demasiado absorto en sus pensamientos como para hacerle caso. Pese a los discursos triunfalistas y las declaraciones a la prensa, era muy consciente de que ese campo de aviación sería el último suelo español que pisaría en mucho tiempo. Bajó la vista: asfalto manchado de grasa. Ni siquiera podría conservar un puñado de tierra, como hicieron muchos de sus camaradas en la frontera francesa, tres meses atrás. El segundo exilio en menos de tres meses. Difícil de soportar, después de haber luchado tanto, de haber vivido tan intensamente el sueño republicano. Ahora esos exiguos kilómetros cuadrados de la provincia de Alicante eran el último pedazo libre de España. Y en pocas horas, ya no lo serían más. Sintió que le vencía el llanto.
Peláez, su asistente, le zarandeó: -¡Camarada comandante! Tenemos que irnos ya.
San Rafael le miró a los ojos, y pudo palpar el pánico en el rostro del joven soldado, descamisado y cargado de documentos. Apretó los dientes. No podía permitirse ni aún ahora que le viesen llorar.
San Rafael le miró a los ojos, y pudo palpar el pánico en el rostro del joven soldado, descamisado y cargado de documentos. Apretó los dientes. No podía permitirse ni aún ahora que le viesen llorar.
Corrieron al bimotor, que los esperaba en marcha. El ruido de la máquina apagó poco a poco el rugir de la batalla. Juan Mari, su viejo compañero, se apartó de la escalerilla para dejar paso al angustiado Peláez. Juan Mari le señaló con un gesto grave a una figura que esperaba erguida junto a él. San Rafael comprendió al instante. Se trataba de Antonio Jurado, el jefe de su escolta. Él y sus hombres se quedaban en tierra, protegiendo la partida de los últimos aviones.
-Antoñete… Sois los más valientes entre los valientes. Nunca os olvidaremos.
La voz de Juan Mari temblaba mientras le tendía la mano. Jurado le miró y se echó a sus brazos mientras musitaba algo ininteligible. Luego abrazó también a San Rafael durante unos segundos que le parecieron eternos. Estaba abrazando a un cadáver. Entonces pudo oír lo que susurraba: Puta guerra, joder, puta guerra…
La voz de Juan Mari temblaba mientras le tendía la mano. Jurado le miró y se echó a sus brazos mientras musitaba algo ininteligible. Luego abrazó también a San Rafael durante unos segundos que le parecieron eternos. Estaba abrazando a un cadáver. Entonces pudo oír lo que susurraba: Puta guerra, joder, puta guerra…
Cuando se recompuso, saludó marcialmente a sus superiores. Los oficiales devolvieron el saludo y subieron la escalerilla. La puerta se cerró herméticamente tras ellos. Tras el despegue, y a pesar del ruido y la falta de espacio, una somnolencia se apoderó de San Rafael. Los tres días sin tiempo siquiera para dormir pasaban factura. Se durmió en el incómodo asiento dándole vueltas a la imagen de aquel hombre que quedaba en tierra, solo, firme, saludando con el puño alzado. Ese hombre harapiento era el vivo reflejo de la derrota, pero también de algo más. Carlos San Rafael, el mecánico analfabeto ascendido a mayor del Ejército Popular Republicano, no supo encontrar la palabra exacta para definir ese algo.
La palabra era dignidad.